por Stefan Molyneux
Cada vez que surge el tema de la disolución del Estado, se mencionan dos objeciones recurrentes. La primera es que una sociedad libre sólo es posible si las personas son completamente buenas o racionales. En otras palabras, los ciudadanos necesitan un Estado centralizado porque existen personas malvadas en el mundo.
El primer – y más evidente – problema con esta posición es que si existen malas personas en la sociedad, también existirán en el Estado – y serán mucho más peligrosas. Los ciudadanos son capaces de protegerse a sí mismos contra individuos malvados, pero no tienen ninguna posibilidad de hacerlo frente al enorme poderío policial y militar del Estado. Por lo tanto, el argumento de que el Estado es necesario porque existen malas personas es falso. Si existen malas personas, el Estado debe ser desmantelado, puesto que las malas personas serán las más proclives a utilizar el poder estatal para sus propios fines y, a diferencia de los matones privados, las malas personas del gobierno tienen a la policía y al ejército para imponer sus caprichos a una población indefensa (y normalmente desarmada!).
Lógicamente, existen cuatro posibilidades en cuanto a la distribución de buenas y malas personas en el mundo:
1. Todos los hombres son morales
2. Todos los hombres son inmorales
3. La mayoría de los hombres son morales, y una minoría es inmoral
4. La mayoría de los hombres son inmorales, y una minoría es moral
(Un perfecto equilibrio entre el bien y el mal es estadísticamente imposible)
En el primer caso (todos los hombres son morales), el Estado no es necesario, ya que el mal no puede existir.
En el segundo caso (todos los hombres son inmorales), no se puede permitir que exista el Estado por una sencilla razón. El Estado, suele argumentarse, debe existir porque hay gente malvada en el mundo que desea infligir daño a los demás, y que sólo puede ser disuadida por temor al castigo del Estado (policía, cárceles, etc.). Un corolario de este argumento es que, cuanta menos retribución teman estas personas, más daño harán. Sin embargo, el propio Estado no está sujeto a ninguna fuerza; él mismo hace la ley. Incluso en las democracias occidentales, ¿cuántos agentes de policía y políticos van a la cárcel? Por lo tanto, si la gente mala desea hacer daño pero sólo puede ser controlada o reprimida por medio de la fuerza, la sociedad no puede permitir que el Estado exista, porque las malas personas de inmediato tomarían el control del Estado con el fin de hacer el mal y evitar el castigo. En una sociedad puramente malvada, pues, la única esperanza de lograr estabilidad sería un estado natural, en donde la tenencia de armas generalizada y el miedo a las represalias disuadirían de sus malas intenciones a los grupos en conflicto.
La tercera posibilidad es que la mayoría de las personas son malas, y sólo unos pocas son buenas. Si ese es el caso, entonces tampoco se debería permitir que exista el Estado, ya que la mayoría de las personas en control del mismo serían malvadas, y dominarían sobre la minoría de buenas personas. La democracia, en particular, no debería permitirse, ya que la minoría buena sería subyugada por la voluntad democrática de la mayoría malvada. Las personas malvadas que deseen hacer daño sin temor al castigo, inevitablemente tomarían el control del Estado y utilizarían su poder sin restricciones. La gente buena no actúa moralmente porque teme represalias, sino porque aprecia el bien y la paz mental – y, por lo tanto, a diferencia de la gente malvada, tiene pocos deseos de controlar el Estado. Así, en ese supuesto el Estado estaría controlado por una mayoría de gente malvada, que decidiría sobre todos en detrimento de las buenas personas.
La cuarta opción es que la mayoría de las personas son buenas, y sólo unas pocas personas son malvadas. Esta posibilidad está sujeta a los mismos problemas antes mencionados: las malas personas siempre quieren hacerse con el control del Estado, a fin de protegerse de las represalias. Esta opción, sin embargo, cambia la apariencia de la democracia: dado que la mayoría de las personas son buenas, los malos deberían mentir para obtener el poder, y luego, tras conseguir un cargo público, inmediatamente romperían sus promesas y llevarían a cabo sus corruptos programas, haciendo cumplir su voluntad mediante la fuerza policial y militar. (Por supuesto, esta es la situación actual en las democracias.) De este modo, el Estado se transforma en la máxima recompensa para los hombres malvados, quienes rápidamente ganan control de su extraordinario poder – por lo que tampoco puede permitirse la existencia del estado en este escenario.
Es evidente, entonces, que no hay una situación en virtud de la cual a un Estado pueda, lógicamente, permitírsele existir. La única justificación posible para la existencia del Estado sería que la mayoría de los hombres fueran malvados, pero que todo el poder del Estado estuviera siempre controlado por una minoría de hombres buenos. Esta situación, aunque interesante en teoría, no se sostiene lógicamente por los siguientes motivos:
1. Los hombres malvados, siendo mayoría, rápidamente obtendrían mas poder al votar en contra de la minoría, o llegarían al poder a través de un golpe;
2. No hay forma de asegurar que sólo la gente buena esté siempre a cargo del Estado;
3. No hay absolutamente ningún ejemplo de semejante situación en todos los oscuros anales de la brutal historia del Estado.
Al defender al Estado, invariablemente se comete el error de imaginar que todo juicio moral colectivo aplicado a cualquier grupo de individuos no se aplica al subgrupo de individuos que gobiernan. Si en una determinada sociedad el 50% de los ciudadanos son malvados, entonces al menos el 50% de los ciudadanos que gobiernan en esa sociedad serán, asimismo, malvados (y probablemente muchos más, ya que las malas personas suelen verse atraídas por el poder). Por lo tanto, la existencia del mal nunca puede justificar la existencia del Estado. Si no hay mal, el Estado es innecesario. Si el mal existe, el Estado es demasiado peligroso para consentir su existencia.
¿Por qué siempre se cae en este mismo error? Hay una serie de razones que aquí sólo pueden ser abordadas de manera sucinta. La primera es que el Estado es presentado a los niños en forma de maestros de escuelas públicas, quienes son considerados autoridades morales. Así es como se forja la primera asociación entre moral, autoridad y Estado, que luego, año tras año, será reforzada mediante la repetición. La segunda es que el Estado nunca enseña a los niños la raíz de su poder, que es la fuerza; por el contrario, se muestra a sí mismo como una institución social más, algo semejante a un negocio, una iglesia o una organización de caridad. La tercera es que la religión siempre ha cegado a los hombres a los males del Estado, motivo por el cual este siempre ha estado interesado en promover los intereses de las iglesias. Según la visión religiosa del mundo, el poder absoluto es sinónimo de perfecta bondad, que adopta la forma de una deidad. En el mundo real de la política humana, sin embargo, el aumento de poder siempre conlleva un aumento del mal. La religión, además, plantea que todo lo que ocurre, de algún modo, es para bien – en consecuencia, luchar contra los abusos del poder político equivale a luchar contra los designios de una deidad. Hay muchas más razones, por supuesto, pero estas son algunas de las más profundas.
Se mencionó al principio de este artículo que las personas en general cometen dos errores al enfrentarse a la idea de la disolución del Estado. El primero es creer que el Estado es necesario porque existe gente malvada. El segundo es la convicción de que, en ausencia de un Estado, cualquiera de las instituciones sociales que surjan ocuparán inevitablemente el lugar del Estado. Así, las organizaciones de resolución de conflictos (DROs), las compañías de seguros y las fuerzas de seguridad privadas pasarían a transformarse en tumores malignos con el potencial de crecer indefinidamente, devorando al cuerpo social.
Este punto de vista surge del mismo error que ya hemos descripto. Si es verdad que todas las instituciones sociales están constantemente tratando de imponer su voluntad y aumentar su poder, es precisamente por eso que no puede tolerarse la existencia de un Estado centralizado. Si se sostiene que los grupos intentan siempre, en forma inexorable, obtener e incrementar su poder sobre otros grupos y personas, debe concluirse entonces que la lujuria por el poder no terminará cuando uno de ellos alcance un predominio abrumador, sino todo lo contrario. En otras palabras, la única esperanza para la libertad individual, en semejante contexto, sería la proliferación de grupos con suficiente poder destructivo como para intimidarse mutuamente, de tal forma que el miedo a las represalias desaliente el inicio de la fuerza entre ellos.
Es muy difícil entender la lógica del argumento según el cual, con el fin de protegernos de un grupo que puede llegar a dominarnos, debemos apoyar a un grupo que ya nos ha dominado – que los ciudadanos deben crear y mantener un monopolio estatal para impedir el establecimiento de monopolios. No hace falta una gran perspicacia para reconocer la insensatez de semejante propuesta.
¿Cuál es la evidencia que apoya la teoría de que la descentralización y la competencia de poderes promueven la paz? En otras palabras, ¿podemos apelar a hechos concretos para respaldar la idea de que un equilibrio de poder constituye la única posibilidad que tiene el individuo de ser libre?
La delincuencia organizada no proporciona buenos ejemplos, ya las bandas criminales por lo general corrompen, manipulan y utilizan el poder de la policía estatal para hacer cumplir su voluntad, de modo que no puede hablarse de un funcionamiento propio de ese tipo de delincuencia en estado natural. Un mejor ejemplo es el hecho de que ningún dirigente ha declarado la guerra a otro dirigente en posesión de armas nucleares. En el pasado, cuando los gobernantes se sentían inmunes a las represalias, estaban más que dispuestos a sacrificar a sus propios pueblos en una guerra. Ahora que ellos mismos están expuestos a la aniquilación, atacan exclusivamente a países que no están en condiciones de contraatacar.
Esta es una instructiva lección acerca de por qué los líderes políticos requieren poblaciones desarmadas y dependientes – y un buen ejemplo de cómo el temor a represalias, inherente a un sistema equilibrado por la competencia entre poderes descentralizados, es la única forma de asegurar y mantener la libertad personal. Huir de fantasmas imaginarios, para acabar encerrados en la cárcel proteccionista del Estado, es la mejor forma de asegurar la destrucción de las libertades que dan valor a nuestras vidas.
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